El hombre se llama Javier Romero. Te puede leer las cartas y las manos.
Fuma compulsivamente: le toma menos de cinco segundos botar la colilla del cigarro, ponerse uno nuevo en la boca y prenderlo. En su voz se siente la ceniza. Me dice:
-Está lento hoy. No se puede.
Son las cinco de la tarde, ha estado aquí desde las tres, y todavía no ha tenido ningún cliente además de mí. Le he pagado cinco soles para que me lea la fortuna. Fue un proceso bastante aburrido. Sobó sus dedos por la palma de mi mano izquierda, la acercó a su rostro, movió la cabeza un par de veces y me dijo algo sobre qué tan larga era mi línea del amor o qué tan corta era mi línea de la vida. Le pregunto por cuánto tiempo lleva haciendo esto.
-Unos ocho años debe ser que vengo acá, pero aprendí por mi familia, desde chiquito. Yo soy de descendencia árabe, pues. Por eso sé de estas cosas.
El sitio es el Parque Kennedy.
Llegué aquí hace casi una hora y media para entrevistar a Mario Poggi Extremadoiro. La historia de Mario es bien conocida. Era psicólogo, trabajaba para la Policía Nacional del Perú y, un buen día, lo llamaron para evaluar a Ángel Díaz Balbín, el famoso y particularmente brutal Descuartizador de Lima. El día siguiente, el nombre de Mario estaba en la primera página de todos los diarios nacionales.
Lo que había hecho era lo siguiente: sacar a todos los policías del cuarto, desnudar al Descuartizador y, finalmente, estrangularlo con una correa de cuero. Ahora va al parque con su título de bachiller en mano, vestido como médico de televisión, mismo George Clooney pero más chato, gordo y cholo, con el pelo pintado de verde. Como Javier, lee las cartas y las manos. Es su principal competencia.
-También hace un test de colores que no tiene ni pies ni cabeza- me dice Romero. –Está loco. ¿Qué se va a hacer?
El parque Kennedy está lleno de gente así. Todos tratando de ganar algo de plata. Algunos buscan llamar la atención de los turistas, les hablan en inglés, les ofrecen chullos, llamas de madera, adornos de oficina con la forma de las Líneas de Nazca. Javier no hace nada especial.
Camina fumando, con las manos en los bolsillos, arrastrando los pies, esperando a que alguien pase al costado de él para preguntar:
-¿Le leo las cartas, las manos?
La mayoría de gente lo ignora y los que sí tienen la gentileza de decir algo sólo mueven la cabeza y musitan el no entre dientes. Javier ya está acostumbrado a esto. Nunca parece decepcionado, nunca se frustra. Sigue caminando.
Le pregunto cuánto gana haciendo lo que hace:
-Depende del día. La otra vez salí con sesenta soles, ayer me fui sin nada.
-¿Y quién atraca más? ¿Los gringos?
-¿Los gringos? No. Peruanos nomás. Si son extranjeros tiene que ser latinos, pero más que nada son chicas peruanas. Ellas son las que más vienen.
Decidí entrevistarlo a él cuando se me hizo evidente que Poggi no iba a venir hoy. Javier parece bastante indiferente hacia lo que hago. Contesta todo sin mirarme. Le pregunto si puedo tomarle una foto y se encoge de hombros. La única vez que su rostro cambia de expresión es cuando me siento en el respaldar de una de las bancas. Parece molesto. Me dice que me siente bien, que ahorita vienen los del parque a joder. ¿Qué, los del parque fastidian mucho? Me dice que no, que hacen su trabajo, que solo joden cuando la gente hace estupideces:
-Ahora siéntate bien, ¿ya?
-Ya, ya.
Más tarde lo llaman por teléfono. Se aleja un poco de mí y lo escucho decir algo sobre un dinero que ya pagó, sobre un pago que tendría que haber recibido, sobre alguien que ya debía haberle dado algo. Cuando cuelga, se ríe. Me dice que está metido en un lío con un pobre idiota, un desgraciado que está tratando de estafarlo. Esto tampoco lo inmuta. Meses antes le había dado algo de dinero al tipo este, una especie de inversión, algo que le iba a dar resultados sí o sí. No había escuchado del hombre en un par de semanas. La que lo había llamado era su esposa.
-Está hecha una loquita, me quiere matar.
-¿Y qué va a hacer si no consigue su dinero?
-Sacarle la puta madre a él. Lo voy a encontrar y le voy a sacar la mierda, ¿qué más puedo hacer? Pero no creo que me esté jodiendo así a propósito. Seguro que todo se arregla solo.
Pasa una chica más. Es lo mismo que siempre. ¿Cartas, manos? La chica sigue de largo. Javier me cuenta que tiene algunos clientes que vienen casi todas las semanas, que viven su vida dependiendo de lo que él les dice. Supongo que ninguno de ellos viene los miércoles porque pronto son las seis de la tarde y nadie más que yo le ha hablado a Javier. Le pregunto si de verdad cree en lo que hace.
-Es una posibilidad como cualquier otra. No es seguro, pero puede que sí. Que las cartas tienen algún poder, eso sí. Pero de ahí a que de verdad se cumpla todo lo que digo, no siempre.
-¿Y esa gente que viene a verlo todas las semanas? ¿Los está ayudando?
-No sé- me dice, suspirando. -Yo solo trato de ganarme la vida.
Son las seis y media. Me tengo que ir. Es tarde, tengo un examen el viernes y tengo que estudiar aunque sea algo hoy. Tal vez debería preguntarle a Javier qué tal me va a ir. Tal vez debería preguntarle qué voy a estar haciendo en cinco años. Decide solamente despedirme. Él me dice que ya, que chao, que me cuide. Mientras me voy lo escucho decir, una última vez, a nadie en particular:
-¿Le leo las cartas, las manos?
No hay respuesta. Hoy ha sido un mal día.
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